Medalla maravillosa de Jesús en oración, rodeado de flores y con una paleta de colores preciosa. Por la otra cara se puede apreciar la imagen de la Virgen de los Rayos. Mide 3,5 x 2,8 cms.
Sobre Jesús en la oración Entonces marchó Jesús con ellos a un huerto llamado Getsemaní. Vino con ellos, dice el texto. Deseaba el Maestro proceder de esa manera porque había venido a la tierra para acompañar a los hombres, y para que los hombres le acompañásemos. Era su costumbre, así nos lo señala San Lucas. ¡Qué gozo debemos experimentar ante su afán de ir a nuestra vera a lo largo de la vida!
Contemplemos sin cansancio, sin rutina, este querer estar y caminar del Maestro con nosotros. Propone que no nos separemos de Él, suceda lo que suceda, también cuando aparentemente le marginen sus hermanos. Si sucediera, se deberá agudizar entonces la fidelidad de los discípulos, sin respetos humanos, con un limpio y caritativo complejo de superioridad, porque vivimos con el Omnipotente y nos sabemos amigos del auténtico Amigo.
Los llevó con Él, para que participaran en su oración, a diferencia de otras escenas del Evangelio, cuando se retiraba a orar Él solo; aunque esa soledad no impedía que los Apóstoles —rudos y superficiales, como nosotros— advirtieran los beneficios de esos tiempos de recogimiento externo del Señor, que llegaban a todo el pueblo.
Fueron testigos, en tantas ocasiones, de que Jesús, antes de los grandes milagros —que constituían otro modo de rezar y de obrar el bien— daba gracias al Padre, que siempre le escucha (cfr. Jn 11, 42). Por lo tanto, no cabía en Jesús un comportamiento diferente ante el prodigio más elevado que estaba realizando: la salvación de la humanidad. También en esta hora rezó, y deseó ardientemente que los discípulos se percataran de que, de ordinario, Dios no actúa si la criatura no vive en diálogo con Él.
A primera vista sorprende que los Once, instados por Jesús para que le acompañasen, no advirtieran la grandeza y la importancia de la oración que precedía al gran misterio que se iba a cumplir. Recordarían que la plegaria del Señor, siempre perfecta, había provocado en ellos la estupenda reacción de rogarle que les enseñase a rezar (cfr. Lc 11, 1); aunque en ocasiones los prodigios les habían puesto de manifiesto su personal pequeñez con tanta fuerza, que le pidieron que se alejase de ellos, pobres pescadores (cfr. Lc 5, 8).
Resulta llamativo que, ante la nueva invitación del Señor, y más aún después de lo que presenciaron y oyeron en la Última Cena, se mostraran tan indiferentes en ese momento crucial. A pesar de esto, no cambió el Maestro su amor infinito hacia ellos. Por desgracia, también ahora los hombres trocamos nuestro afecto con penosa frecuencia: basta una nadería para olvidarnos de Cristo o para centrarnos en el propio yo.
Durante los tres años de caminar con Él por Tierra Santa, sería constante la invitación del Maestro a los discípulos para que rezaran. Ahora les pidió que se sumasen a su recogimiento, a su preparación para el Sacrificio redentor de la humanidad. Les remachaba así que la vida del cristiano, a todas horas y especialmente en las circunstancias más extraordinarias, debe discurrir por el cauce de una oración con Él y como la de Él.
Orar con Cristo lleva necesariamente a asumir como propia la Voluntad del Padre, por la acción del Espíritu Santo. De este modo, se comprende mejor la posibilidad de que nuestra vida adquiera ese alcance eterno que encierran los planes divinos. Nos conviene, pues, empeñarnos en orar con Él: nos transmitirá el vigor de la perseverancia, y le dejaremos habitar en la inteligencia y en el corazón, confiriendo a nuestras potencias la hondura del diálogo del Hijo de Dios con su Padre. Orar con Cristo ayudará a superar limitaciones internas y externas, porque se nos concederá la fuerza con que Él perseveró, también en Getsemaní, para alcanzarnos la Vida de Dios en nosotros.
Orar como Cristo. A los discípulos les habría bastado mirar con atención al Redentor, y unirse a lo que Él expresaba a Dios Padre, lleno del Espíritu Santo. Les habría bastado fijarse en Él, para aprender, para tener su misma seguridad. Así proceden tantas almas santas, que en la oración no dejan de mirar a Cristo, de contemplar su Rostro. Tengamos la certeza de que, si velamos al lado de Jesús —como Él sugirió a aquellos hombres en Getsemaní—, la oración brotará intensa y eficazmente, aunque debamos pelear con nuestra debilidad, que nos empuja a la distracción, a una correspondencia a medias. Pero se requiere que pongamos la mirada en el Salvador. «Contemplando este rostro —ha escrito Juan Pablo II— nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo».
Sobre la Virgen de los Rayos El 27 de noviembre de 1830 la Virgen Santísima se apareció a Santa Catalina Labouré, humilde religiosa vicentina, y se le apareció de esta manera: La Virgen venía vestida de blanco. Junto a Ella había un globo luciente sobre el cual estaba la cruz. Nuestra Señora abrió sus manos y de sus dedos fulgentes salieron rayos luminosos que descendieron hacia la tierra. María Santísima dijo entonces a Sor Catalina:
"Este globo que has visto es el mundo entero donde viven mis hijos. Estos rayos luminosos son las gracias y bendiciones que yo expando sobre todos aquellos que me invocan como Madre. Me siento tan contenta al poder ayudar a los hijos que me imploran protección. ¡Pero hay tantos que no me invocan jamás! Y muchos de estos rayos preciosos quedan perdidos, porque pocas veces me rezan".
Entonces alrededor de la cabeza de la Virgen se formó un círculo o una aureola con estas palabras: "Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti". Y una voz dijo a Catalina: "Hay que hacer una medalla semejante a esto que estás viendo. Todas las personas que la lleven, sentirán la protección de la Virgen", y apareció una M, sobre la M una cruz, y debajo los corazones de Jesús y María. Es lo que hoy está en la Medalla Milagrosa.